lunes, 21 de julio de 2008

Jamás te quites la venda






Está acostada en la cama. Tiene los ojos vendados, el tallo de una flor que ella cree que es una rosa, apretado entre los dientes, y su cuerpo desnudo que palpita por lo que vendrá. Supone que a su derecha hay una ventana que le traduce el sentir de ciertas ciudades que se extienden afuera. Tiene las manos crispadas sobre el cobertor: puede quitarse la venda pero no lo hace, jamás se atreve.
Sabe que él ha llegado porque oye como una puerta se abre y se cierra y porque enseguida presiente que se quita la ropa. Luego lo percibe a su lado; entonces, ella deja que la flor caiga sobre su pecho y se pasa la lengua por los labios y su cadera comienza a contornearse reclamando atención. Pero él se toma su tiempo. Le murmura palabras inconfesables en el oído, la besa apenas, la acaricia recorriéndole la piel en un éxtasis difícil de controlar; la roza, la enaltece y la adora hasta que el deseo de ella se vuelve insoportable: lo siente encima y minutos más tarde adentro y siempre termina agradeciéndole a la vida por haber nacido. Van los dos galopando, trazando la ruta por la cual van a desembocar en la catarata, en la explosión de los sentidos, y luego el derrumbe y enseguida la quietud.

El descanso es breve. Tal la costumbre, él se levanta y se viste. La besa antes de irse y le recuerda:
- Jamás te quites la venda.
Apenas llegada a la confusión de la adolescencia, el ritual de aquella imagen se instaló en las noches turbulentas de su despertar sexual y ya nunca la abandonó. Siempre la misma escena, la llegada del hombre aquel sin rostro, la pasión desencadenada, la venda, la flor y la advertencia. Era una imagen tan real que en un primer momento se asustó; pero después el placer pudo más porque la fidelidad era tan conmovedora que supo que nada malo podía pasarle.
El único cambio que se produjo a lo largo de los años fueron los ruidos que llegaban a través de la ventana y el olor del cuerpo de su hombre. Hubo veces que oyó motores de autos y de aviones; en otras ocasiones parecía que algo la había transportado hasta un tiempo impreciso donde las voces eran incomprensibles y el palpitar de la ciudad un tranquilo discurrir de los días. Y su hombre a veces, parecía llegar de trabajar en el campo pero a la vez siguiente su piel despedía olor a hombre y en el otro encuentro era un aroma a perfume caro y moderno.
De todas maneras, nada de eso la preocupaba, solo eran inexpresivas inquietudes en el reposo de la satisfacción inaudita.
Pero también por esta ceremonia, sufrió: le llevo años compatibilizar aquello que ocurría en algún lugar con su vida de mujer. Los primeros hombres los soportó con los ojos cerrados y con engaños. Después encontró la solución: traía a este lado, momentos, sensaciones, del último encuentro en el otro lado, en la otra habitación donde ella esperaba a su hombre con los ojos vendados, el tallo de la flor entre los dientes y la piel desesperada, anhelante.
Entonces, pudo enamorarse, casarse y todas esas cosas. Pudo sobreponerse a la absurda idea de la infidelidad, de los cargos de conciencia no por el hombre que compartiría quizás hasta la muerte su cama, sino por el otro, por el que no conocía.
Pero hubo un día en las cosas cambiaron. Había acostado a su hijo, se había lavado los dientes y cepillado el pelo y se había colocado la breve remera que usaba para dormir. Era una noche más de un día cualquiera de semana.
Su esposo estaba ya acostado y luego de apagar la luz la buscó con entusiasmo. Ella se entregó mientras escuchaba la tormenta que azotaba la noche y de a poco fue preparándose para rescatar los recuerdos de su otro hombre, del que la hacía verdaderamente feliz.
Tal vez sucedió que los tiempos se trastocaron o que coincidieron. No se sabe. Lo cierto es que apenas cerró los ojos, ella se dio cuenta que algo no andaba bien. Porque no hubo ni invocaciones ni evocaciones. Ella se había ido, estaba otra vez en la pieza de siempre, desnuda, con los ojos vendados y la flor y su hombre que estaba entrando y que comenzaba a sacarse la ropa. Pero esta vez había cierta angustia flotando en el ambiente: por la ventana abierta llegaban gritos desgarradores, disparos, voces de gente que ordenaba, otras que suplicaban. Para ella solo fue un detalle inusual porque su hombre repitió el ritual de siempre y la amó mejor que nunca. Sin embargo, cuando él comenzó a vestirse, ella sintió que el desasosiego, la inquietud, le ordenaban que hiciera algo, pero no sabía que. Sintió que su hombre se agachaba y le decía:
- Jamás te quites la venda.
Pero la última palabra de la orden se perdió detrás del una ráfaga de disparos que barrieron la habitación y perforaron sin piedad las paredes. Ella no se asustó; con tranquilidad se quitó la venda y se incorporó en la cama. En la ventana su hombre se disponía a saltar hacia la calle. Allí también había comenzado a llover y un relámpago le iluminó el rostro por una fracción de segundo: ella vio, o creyó ver un gesto de reprobación en la mirada, antes que su hombre saltara hacia la calle y desapareciera para siempre jamás.
Ella quiso ir tras él pero la detuvo una ventana que se abrió de pronto, una noche fugazmente iluminada, los truenos y un viento impetuoso que tiró un velador al suelo. Su esposo salió de encima de ella maldiciendo a la noche, y no se sorprendió por los repetidos gritos de ella diciendo que por favor no la abandonase, que ella lo único que deseaba era estar con él, que quería más y más.
Al otro día, echó a andar por el mundo. Dejó esposo, hijo y seguridades, pero no concibió otra alternativa de vida que salir al encuentro de su hombre. No tenía foto alguna, salvo la imagen de él a punto de saltar por la ventana. Recorrió ciudades y pueblos; también se detuvo en esquinas para ver si pasaba por allí.
Por supuesto que no lo encontró. Murió vieja y sola en un hospital público poco después que la imagen de un hombre que ya no se acordaba quien era, se desvaneciera para siempre entre las brumas del olvido.


MarceloBrignole

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